Varios manuales de estilo proponen que los nombres propios procedentes de lenguas cuyas escritura no es la latina (es decir, árabe, ruso, tailandés, etc.) adopten una grafía castellanizada. Parte de las motivaciones para la adaptación fonética de las formas escritas, aparentemente, es de índole didáctica: puesto que el nombre original tiene una pronunciación previsiblemente diferente a la que le corresponde a la ortografía castellana, la idea es transformarlo en una especie de pronunciación figurada. Este artículo intenta mostrar por qué tal práctica puede considerarse incorrecta.
La información, los datos, son como son, y su manipulación debe tener algún tipo de justificación. Los nombres tradicionales han servido durante siglos para comunicarse y ya forman parte de nuestra lengua: Tomás Moro, Londres, Almanzor, Bayona… Eso justifica que se preserven. En cambio, no parece que haya razón para alterar los nombres nuevos, ya que con ello se reduce la capacidad de comunicar. Los medios escritos, así, han dejado de cumplir su función básica para ejercer una función que, a mi entender, no les corresponde, que es la de orientar sobre cómo se pronuncian los nombres (ya sea catálan, checo, ruso o árabe), o que en todo caso no puede considerarse prioritaria.
En las adaptaciones se está dando por hecho que al lector medio:
1) le interesa la pronunciación de, digamos, nombres árabes o rusos,
2) sabe lo que es una transcripción y tiene capacidad para discriminar qué nombres han sido castellanizados y cuáles no, y
3) aplica un criterio con lógica, teniendo en cuenta lo anterior.
A mi entender, ninguno de esos puntos es correcto.
1) A un lector medio lo primero que le preocupa cuando ve un nombre propio es saber quién es o dónde está, según se trate, y leerá (visualmente) ese dato de pasada, sin prestarle más atención. Después de todo, ¿qué importancia puede tener para un lector la pronunciación cuando nunca va a hablar con un ruso o con un árabe?
2) El concepto de transcripción (al castellano o no) es tan esotérico para un lector medio como el de transliteración. Un nombre extranjero es tan sólo eso, un nombre extranjero, no se planteará más cuestiones y ni siquiera sabrá que los nombres se puedan tratar para facilitar la pronunciación; un nombre es como es. Un lector avanzado tal vez tenga más dudas, pero incluso así no creo que haya muchas personas, incluso los buenos conocedores del problema, capaces de saber a simple vista si un nombre está castellanizado o no. Yo, desde luego, sería incapaz en muchos casos.
3) Si tiene que pronunciar (leer en voz alta) un nombre, lo hará como lo oiga en televisión o como buenamente le salga según sus propios esquemas mentales. Incluso un lector medio sabe que cada lengua se pronuncia a su manera, dará por hecho que eso es así siempre, y aceptará sin traumas (y asumirá) que, por ejemplo, John Wayne es Yon Huein.
Para una mejor defensa de lo dicho, vuelvo a John Wayne. Hace años, y todavía en personas de edad, no era raro oír /jonbáine/. Bueno: ¿y qué? Estamos pronunciando continuamente mal muchos nombres, a pesar de haberse castellanizado, como Gorbachov (aproximadamente /guerbachóf/) o Dostoyevsky (aproximadamente /destayéfski/). Con el sistema ortográfico de español es casi imposible representar ni la mitad de los sonidos de otras lenguas, entre otros algunos tan aparentemente inofensivos como la v. Otras veces lo hacemos mal, porque nuestra d para un inglés es normalmente "th" y no "d".
La idea de que con tales transcripciones estamos dando la pronunciación es más ilusoria que real. Y si, en definitiva, con nuestra transcripción no estamos dando ni la forma escrita ni la hablada, ¿qué sentido tiene? Si no transcribimos, al menos tenemos correctamente la forma escrita, y si la pronunciamos a la española, cualquier español nos entenderá. Véase si no el ejemplo de Sarajevo, que se pronuncia con j sin mayores problemas.
Sobre la televisión o la radio, todo dependerá del interés de esa emisora en tener una pronunciación cuidada. Incluso así, y si tenemos en cuenta que a menudo las fuentes son escritas, esa preocupación se irá al traste si los medios impresos filtran la información para castellanizar o eliminar diacríticos.
Otro problema añadido es la diversidad de formas y la incoherencia. El ejemplo de los jemeres es bastante ilustrativo. Originalmente es khmer, que se castellanizó a jemer; ahora ya he escuchado a menudo yemer. ¿Por qué? Porque normalmente la lógica (al menos la mía) dice que los medios escritos preservan las formas escritas, y los medios hablados, las formas habladas. Añadamos aquí otro problema adicional: en unas lenguas se adapta pero en otras no (las que usan otras escrituras). Eso es incoherente y, como ya he dicho, no se puede esperar que el lector sepa si la forma que ve escrita se adaptado o no. Lo normal es que no se sepa, y así hemos pasado de khmer a yemer. O vamos hacia atras, con adaptaciones como Tomás Moro, lo que carece de sentido, o vamos hacia delante como hacen ya en otros países (o seguimos manteniendo la incoherencia, que es la tercera posibilidad). Nos guste o no, John Wayne no es un nombre español y nunca lo será aunque lo escribamos en medio de un texto de español: es y siempre será un nombre inglés.
Voy a hablar un poco de asunto desde la perspectiva de alguien que ha trabajado en un medio hablado y no impreso. El medio era, además, particularmente delicado, porque era una emisora de música clásica donde los nombres raros abundan y donde, por si fuera poco, muchos oyentes identificaban, por alguna razón, una correcta pronunciación de los nombres con los conocimientos musicales.
Intentamos hacer un esfuerzo serio para pronunciar correctamente los nombres, pero fue inútil. No contentos con lo dicho resultaba que entre esa audiencia teníamos checos, polacos o suecos, que nos llamaban para decirnos que el matiz de la r de Dvorak no era exactamente ese, o que tal nombre era esdrúlujo y no llano. Por el contrario, nos llamaban aquellos que, como nosotros, no eran políglotas y decían que no entendían los nombres. Finalmente, optamos por pronunciar tal cual se escribe (salvo en los casos más conocidos y con lenguas como el alemán, francés, etc.) y explicar a los que nos llamaban nuestras motivaciones. Así, decíamos Bela Bártok y todo el mundo lo entendía (aunque naturalmente no se pronuncia así).
Para ello, escribimos un manual de estilo con orientaciones de pronunciación; creo que un manual así es esencial en medios hablados. El manual de Sinfo Radio daba traducciones de obras, pronunciación en aquellos casos en los que se acostumbra a no traducir ([la fortsa del destino]), y concluía con un apéndice sobre la pronunciación básica del checo, polaco, italiano, etc. Además, teníamos la ventaja de que los discos preservan las formas correctas de los nombres y carecíamos de intermediarios preocupados por ilustrarnos. Pero era curioso que, incluso siendo conscientes de que había una transcripción, las formas castellanizadas se pronunciaran a veces a la extranjera, de forma que Guenádi pasaba a Güenádi.
Este es, creo yo, el camino correcto: concienciar a los medios hablados que es necesario cuidar la pronunciación y dar los medios para que se lleve a la práctica. Dicho en otras palabras: los medios escritos deben ser respetuosos con las formas escritas, y los hablados con las formas habladas.
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