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Toponimia en el Panhispánico
La falta de criterio de la RAE en el Diccionario panhispánico de dudas

Revisado: 2011-01-11

Con el Diccionario panhispánico de dudas, la Real Academia produjo una de sus mejores obras hasta ese momento, mucho mejor que otras obras normativas como el Diccionario. A pesar de sus virtudes, sin embargo, no está exenta de deficiencias, sobre todo cuando trata sobre asuntos que no son su especialidad ni pueden serlo, como la toponimia extranjera. ¿Cómo puede la Academia española regular la escritura de otras lenguas? Pues lo cierto es que lo hace, sobrepasando así lo que son los límites razonables de una institución reguladora de la lengua española, que debería limitarse a aquellos topónimos que son tradicionales, es decir, que han evolucionado en nuestra lengua de forma independiente de la original para adaptarse a su fonética y ortografía. En este artículo se consideran algunos topónimos.

Lo expuesto en este artículo se puede aplicar, mutatis mutandi, a la Ortografía del 2010 (véase la columna de la derecha).

Yangtsé

Dice de este hidrónimo: «Forma tradicional española del nombre del río que desemboca en el mar oriental de China». Pero no hay tal forma tradicional, como uno debería advertir rápidamente al ver el grupo consonántico «ngts», imposible en español.

En efecto, en España se han podido encontrar formas como Yangze, Yang Tse, Yang-tsi, Yang Tse-Kiang (sic) y otras muchas variantes, así como el calco «río Azul» del nombre inventado en Francia. Es lógico que así sea porque históricamente España no ha tenido más contactos con la China que unas pocas ciudades comerciales como Cantón y las zonas costeras, y aun así de forma limitada.

De adoptarse una castellanización podría ser Yansé, por ejemplo, pero dado que no existe forma tradicional en español, cabe pensar que debería adoptarse la grafía original china de Yangzi y no simplemente el nombre tradicional en inglés (o uno de ellos), como ha hecho la Academia.

Bielorrusia

El diccionario dice: «Forma española del nombre de este país de Europa». Se supone que se refiere a la forma tradicional, pero de nuevo no es así: el nombre tradicional español es Rusia Blanca, que en la época soviética se reemplazó por un híbrido entre ruso y español por petición de las autoridades del país para evitar posibles asociaciones con la Rusia zarista (que era «blanca», frente a soviética, que era «roja»).

Con la independencia, el país ha pasado a denominarse Belarús, un nombre de nuevo cuño a partir de Rus, que designa un antiguo principado eslavo (y un pueblo) y con el que se formaría posteriormente el nombre de Rusia; de él también deriva Rutenia, que sería el equivalente español del belaruso Rus. El objetivo era no incluir en el nombre referencias directas a Rusia y para ello se adoptó incluso una ortografía que fuera morfofonéticamente ajena al ruso.

La Academia sostiene que «No hay razón para sustituir la forma española por la transcripción del nombre vernáculo Belarus», pero ni Bielorrusia es la forma española, ni Belarus es Bielorrusia en belaruso, como parece deducirse de este artículo (en todo caso, sería Rutenia Blanca); desaparecida la Unión Soviética, no parece razonable mantener el nombre artificioso que se impuso en su día y que para un belaruso puede resultar incluso ofensivo.

Míchigan, Ámsterdam

En el artículo sobre Míchigan (sic) leemos: «Puesto que el nombre de este estado [...] no plantea problemas de adecuación al sistema gráfico del español, puede incorporarse a nuestro idioma colocándole la tilde que le corresponde a la palabra esdrújula».

La Academia, al establecer normas ortográficas de aplicación en nombres ingleses (!), da un importante salto atrás en su acertada doctrina de respetar los topónimos extranjeros y que Casares explicó con una claridad meridiana en la Ortografía de 1952: «No poca tinta ha hecho correr desde hace más de un siglo la peregrina regla que dispuso acentuar gráficamente los nombres extranjeros. [...] Al que sepa y quiera pronunciar un nombre extranjero con arreglo a la fonética original le estorbará la tilde académica, por cuanto puede dar a dicho nombre una fisonomía grotesca: Býron. Al que no sepa, nada le ayudará el acento gráfico; y si ha de leer el nombre extranjero a la española tanto da que pronuncie, por ejemplo, Wórcester, como Worcéster o Worcestér, puesto que en ningún caso se aproximará a la realidad: Uúster» (págs. 92 y 93).

Los que pronuncian Amsterdam con la última sílaba tónica verán ahora con sorpresa que la Academia impone la forma esdrújula Ámsterdam simplemente porque «está generalizada»; es decir, según la Academia, pronunciar un nombre propio neerlandés en neerlandés es incorrecto.

Zimbabue, Ruanda

La primera es la «forma adaptada a la ortografía y pronunciación del nombre de este país de África. [...] Se desaconseja el uso en español de la grafía inglesa Zimbabwe». Como ya digo en Toponimia africana, Zimbabwe no es una grafía inglesa, ya que el grupo bw sigue las normas de las ortografías africanas en las que representa una b labializada, sonido que no existe en inglés ni en español. Un caso similar es el de Rwanda, nombre autóctono de esta antigua colonia belga francófona, del que dice: «No debe usarse en español la grafía inglesa sic Rwanda».

No todo son sombras en el Diccionario panhispánico de dudas. Hay que felicitarse de que este diccionario recupere la forma tradicional del archipiélago de las Palaos, aunque yerra cuando afirma que «No deben usarse en español ni la forma inglesa Palau ni la local Belau», ya que originalmente Palau era la forma alemana y no la inglesa, que es Pelew. También hay que agradecer que opte decididamente por Malasia y no por Malaysia (o su adaptación Malaisia), nombre con el que desde hace al menos un siglo se conocían en inglés los territorios habitados por los malayos y que, tras caer en desuso, se recuperó como nombre oficial del país en 1963; puesto que en español ese territorio siempre se ha conocido como Malasia, sin que cayera en desuso, lo adecuado es seguir con él (como hace el propio país en su embajada en España) y no introducir el nombre inglés. También son aciertos sus recomendaciones sobre Maguncia en lugar de Mainz, Aquisgrán en lugar de Aachen o Aix-la-Chapelle, Astracán en lugar de Astrakhan y Túnez en lugar de la invención francesa de Tunicia.

La conclusión final, sin embargo, ha de ser una sombra, una gigantesca sombra. Se ve claramente que la Academia se ha dedicado a adaptar algunos topónimos sin que haya tras ello un criterio unificado producto de una seria investigación sobre el problema. Cada topónimo se considera ad hoc y así nos encontramos con contradicciones importantes: por ejemplo, Taiwán es una hispanización correcta, pero al tiempo desconseja Zimbabwe, por lo que la w es aceptable en unas hispanizaciones y en otras no; Rwanda no se debe usar, pero Zimbabwe sólo se desaconseja. Si hubiera que buscar una deficiencia real no serían los ejemplos concretos que he expuesto con anterioridad, lo que en el fondo es anecdótico, sino la completa falta por la Academia de un estudio sobre toponimia y, como consecuencia, su falta de criterio y su intervencionismo en las normas ortográficas de lenguas extranjeras, algo en lo que no parece que tenga mucho que decir.

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Más…

Ortografía del 2010

También la Ortografía del 2010 dedica bastantes páginas a los nombres propios extranjeros, en un galimatías farragoso, con importantes errores y contradicciones, que da la espalda a ese fenómeno del mundo de hoy que es Internet y claramente en contra de las corrientes normalizadoras que hoy siguen todas las lenguas de cultura. Que las Academias se dediquen a la ortografía del español, que es lo suyo y que esta edición tiene sustanciales mejoras, pero que no entren en temas de los que claramente no entienden ni son competentes, en claro perjucio de los especialistas en transcripciones y toponimia. Bien está que regulen la ortografía de los nombres ya adaptados y asimilados (los exónimos, como Londres o Múnich), pero decidir cuáles han de ser es una cuestión que nada tiene que ver ni con la ortografía ni con la lingüística en general.

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