Todas las cosas buenas que existen son fruto de la originalidad
(John Stuart Mill: Sobre la libertad)
La ortotipografía, tal como explico en Ortografía, tipografía y ortotipografía, estudia la combinación de la ortografía y la tipografía y concreta la forma en que la primera se aplica en obras impresas.
Desde un punto de vista histórico, la ortotipografía ha sido más propiamente la parte de ortografía, o de la escritura en general, que aplicaban los impresores y, en última instancia, los tipógrafos.
Antaño, incluso los autores se despreocupaban de la puntuación y de la estructura por párrafos (y no digamos de las mayúsculas), materias que con el tiempo han pasado a la ortografía y la estructuración del discurso de los propios creadores. Desde principios del siglo XX, otros aspectos como la composición de las bibliografías (mucho más simples y elementales que en hoy) o la creación de las portadas han ido pasando al diseño y el estilo editoriales.
Por tanto, la ortotipografía actual no se puede plantear como hace tan solo medio siglo, con la relativa uniformidad de medios y contenido, y más cuando la tipografía ya no es patrimonio exclusivo de los impresores ni, de hecho, del material impreso en general. Hoy, al contrario que hace unos pocos lustros, lo normal es escribir con medios tipográficos.
La ortotipografía es una disciplina práctica. Partiendo de la ortografía, el diseño editorial (incluyendo decisiones estilísticas y tipográficas) y los medios técnicos, un ortotipógrafo deberá tomar decisiones para que todas estas piezas encajen en beneficio de la comunicación escrita. Por ello, no existe, propiamente, una normativa ortipográfica: lo que debería haber es un conocimiento de todos estos elementos para determinar lo más apropiado en cada caso.
Precisamente por eso la ortotipografía no se basa en normas rígidas. Por ejemplo, no se puede exigir una cursiva si por alguna razón presentara problemas de legibilidad en un determinado contexto. Hay diferentes medios, diferentes públicos, diferentes objetivos en la comunicación, y por tanto no hay soluciones únicas válidas en todos los casos. Pujol y Solà, en su Ortotipografía lo expresan del siguiente modo (p. XII, traducido del catalán):
Como principio general, se puede decir que en ortotipografía casi nunca hay un sistema único, aunque los humanos tengamos una tendencia irresistible a buscarlo en todo: pero, en cambio, sí tiene que haber siempre sistema, orden, coherencia interna. No siempre es fácil esquivar la trampa de tachar de «incorrecta» una determinada práctica. Pero estamos convencidos de que tal calificación debería desaparecer no solo de los manuales que tratan de estas materias, sino sobre todo de la mente de los profesionales que se ocupan de ello. Más aún: nosotros desearíamos firmemente que el maniqueísmo desapareciera en general de todos los terrenos en que se ha instalado, para dejar la puerta abierta a la libertad y a la responsabilidad, al gusto personal y a la estética aconsejada por nuestra rica y venerable tradición que todavía mantiene plena vigencia. Ya nos daríamos por satisfechos si podíamos contribuir un poco a conseguirlo.
Es decir, con independencia de que haya unos principios básicos rectores, la ortotipografía se tiene que amoldar a cada caso específico. Y cada problema se vuelve a estudiar, en busca de nuevas soluciones, que a veces funcionan y se quedan, pero que en otras ocasiones no funcionan y se abandonan. No hay nada de malo en eso, sino que, más bien al contrario, es incluso necesario.
En ortotipografía conviene mirar en muchas direcciones: hay que conocer y tener en cuenta lo que dicen los manuales de estilo, no solo españoles, sino también ingleses, franceses, alemanes… Incluso puede ser interesante, por ejemplo, conocer y analizar las escrituras árabe, china o tailandesa, e indagar por qué algunas no usan mayúsculas y otras no separan las palabras.
En ortotipografía es preciso preguntarse si es posible adoptar (y adaptar) lo que se dice en el manual de estilo de Chicago o el de la Imprenta Nacional de Francia, en caso de que sea apropiado a las necesidades de una obra concreta, ponderando siempre su conexión con las tradiciones hispanas y si merece la pena que estas se rompan.
La idea de mirar solo a una lengua como inspiración (sea cual sea) es contraria al espíritu práctico de la ortotipografía. Cuando en alguna ocasión he explicado a (orto)tipógrafos franceses que en España (en especial Morato, Martínez Sicluna y Martínez de Sousa) se tomaba como modelo el francés, la respuesta ha sido casi siempre una pregunta: «¿por qué?».
En efecto, el español debe atender a su propia lógica interna y no mirar sin más a otra lengua tan distinta al español tanto en el plano escrito como en el oral. La guía última para el español, incluso a la hora de incorporar novedades, no puede ser más lengua que el propio español.
Como disciplina aplicada, en ortotipografía no se deberían aceptar de modo acrítico lo dicho en las normas de ortografía de las Academias de la Lengua, no siempre apropiadas en todos los contextos. No se debe tener miedo a experimentar, incluso si eso implica romper normas académicas, que en sí mismas van recogiendo en cada nueva edición cambios que los ortotipógrafos introducen para las necesidades prácticas de la comunicación, y que en su mayoría, recordemos, han sido fijadas por los impresores y los amanuenses, es decir, por quienes han tenido que crear continuamente obras escritas en la práctica.
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