Cuando pensamos en el nombre de un lugar (es decir, en su topónimo) normalmente se nos viene a la cabeza un único nombre o a lo sumo dos (el español y el original), pero en realidad la situación es más compleja de lo que parece a primera vista.
Por un lado tenemos los endónimos, que son los nombres que se aplican dentro del territorio designado (endónimo es etimológicamente ‘nombre interior’). Un lugar puede tener los siguientes endónimos:
Los diferentes nombres que puede adoptar un lugar se llaman alónimos.
Los exónimos son los nombres que reciben los lugares fuera de su territorio (exónimo es ‘nombre exterior’). Por ejemplo, Londres es el exónimo español de London y Saragossa es el exónimo inglés de Zaragoza. Cuantos más lazos políticos, económicos o culturales haya entre un lugar y otro, más probabilidades hay de que exista un exónimo (cuando esos lazos se pierden, no es raro que el exónimo también se pierda).
Los exónimos se forman de varios modos: pueden ser adaptación de los nombres oficiales actuales, pero también pueden basarse en regiones históricas (aunque no se correspondan con el país actual), en la tradición (Alemania, Hungría) o en el préstamo de otras lenguas (Múnich o Moscú, del francés).
Especial importancia reviste el nombre tradicional de un lugar, pues la tendencia actual es usar endónimos con una única excepción: la existencia de un topónimo tradicional. Para que un exónimo se considere tradicional ha de usarse de forma relativamente amplia por una comunidad lingüística determinada y utilizarse con frecuencia en su tradición y en su literatura. Un exónimo de aparición esporádica no es un nombre tradicional, como tampoco lo es un nombre histórico, que es aquel que se halla en documentos históricos y no es de uso corriente. Por ejemplo, Mastrique es un exónimo histórico de Maastricht, no uno tradicional.
Las fronteras antiguamente no eran tan estables como hoy (recordemos que los territorios incluso eran objeto de compraventa, como Alaska), y no era raro tener exónimos basado en la lengua de la potencia que dominó el lugar en algún momento de la historia: Danzig no es más que el nombre alemán de Gdańsk.
Los exónimos muy rara vez se forman por traducción, y cuando ocurre suele ser porque ya hay una denominación tradicional. Por ejemplo, Costa Rica, El Salvador, Botswana y Burkina Faso se dejan así en multitud de lenguas (los ingleses no dicen, digamos, Wealthy Coast), pero Côte d’Ivoire se suele traducir (Costa de Marfil en español), al igual que ocurre con el Reino Unido o los Estados Unidos de América.
La elección de un exónimo también puede depender de las inclinaciones ideológicas, como en el caso de Myanmar, que suele implicar alguna simpatía por el régimen del país, frente a Birmania, usado a menudo por quienes se oponen a él.
También puede haber exónimos que tienen un cierto carácter semioficial, como los adoptados por los propios países en sus embajadas en el extranjero o en las relaciones internaciones. Especialmente importante es la lista de la ONU, aunque no sea la única.
Otro factor citado en ocasiones es si el nombre es un macrotopónimo, es decir, el nombre de entidades importantes, como países, capitales, océanos, mares, grandes ríos, etc., o un microtopónimo, es decir, de una entidad menor. En muchos casos la frontera es bastante subjetiva[2]; por ejemplo, ¿qué es un gran río? Sí parece claro que los nombres de los países y su capitales son macrotopónimos y con ellos la tendencia a crear exónimos es mayor que con los microtopónimos.
Finalmente, no es raro que los topónimos que tienen su base en lenguas africanas se adapten, aunque usen la escritura latina, mientras que los se basan el lenguas europeas se conserven. Más sobre este punto en Toponimia africana.
Los endónimos oficiales cambian cuando lo decide la autoridad toponímica (puede ser un Gobierno por ley o un servicio geográfico). El cambio puede ocurrir en cualquier momento, ya sea para sustituirlos por completo, ya para sea para añadir nuevas formas o quitar alguna de las existentes. Los nuevos nombres pueden corresponderse con nombres corrientes preexistentes en las lenguas vernáculas, o pueden ser de nueva creación.
Los endónimos corrientes tienden a ser estables y evolucionan con el resto de la lengua. Los familiares pueden aparecen y desaparecer en cualquier momento según las modas de los hablantes y no tienen interés toponímico general.
Los cambios en los exónimos son más complejos y pueden obedecer a varias razones: a un cambio en el nombre oficial (por ejemplo, Burkina Faso reemplazó a Alto Volta), a la pérdida en el uso del topónimo tradicional (Ankara ha reemplazado a Angora) o, más raramente, a una evolución interna de la lengua (independiente de la del endónimo).
También se pueden ir reajustado con el tiempo porque los hablantes tienen interés en la precisión, incluso si el endónimo no cambia: si hace medio siglo se hablaba casi exclusivamente de Holanda, hoy es frecuente decir Países Bajos[3], y algo parecido ocurre con Inglaterra frente a Reino Unido y Persia frente Irán.
Desde un punto de vista normativo, ¿cuándo se debe cambiar un exónimo o dar por válida una nueva forma que se ha extendido en el uso? No hay una respuesta objetiva a esta pregunta y puede depender de diferentes sensibilidades y puntos de vista. En los años 60 y 70 cuando un endónimo oficial cambiaba, los exónimos se ajustaban o se descartaban más fácilmente que ahora[4], y lenguas como el inglés mantienen la tendencia: así, aceptan Belarus para Bielorrusia por tratarse de un cambio del nombre oficial, sin consideraciones adicionales. En español la tendencia parece haberse invertido, de modo que las Academias de la Lengua no aceptan Belarús (que sería la forma castellanizada) porque ya existía como nombre vernáculo corriente, aunque no fuera el oficial[5].
Sí continúa esa tendencia en la aceptación de endónimos que carecen de exónimo, especialmente cuando no es el de un país o su capital. Si antaño la adaptación era habitual (sobre todo supresión de diacríticos y letras dobles), hoy se prefiere cada vez más el endónimo sin cambio alguno, y así lo recomiendan las Academias (esta vez con buen criterio, a mi entender): Düsseldorf, São Paulo, el ya visto de Gdańsk.
Es interesante considerar dos casos especiales.
En las lenguas que no usan la escritura latina suele ser necesaria la romanización. Lo normal ha sido alguna transcripción a la lengua de destino, pero en la actualidad muchos países han adoptado formas latinas oficiales de sus topónimos (y, en algunos casos, de los antropónimos), sobre todo por sugerencia de la ONU. La elección entre estas dos opciones es, de nuevo, una cuestión de punto de vista. En un caso, el de la China, la romanización oficial (pinyin) es de uso universal, incluso en español.
El otro caso especial se refiere a la petición de algunos países de usar internacionalmente el endónimo oficial como exónimo de otras lenguas, incluso si este no ha cambiado en absoluto. Es el caso de Costa de Marfil, que se queja de las dificultades que tiene en el protocolo porque sus representantes no reconocen a menudo el nombre de su país. Este parece ser también el caso de Moldavia, que prefiere el nombre de Moldova.
1. ^ Los llamados nombres normalizados son similares a los oficiales en que los determina una autoridad en nombres geográficos. Son los nombres preferidos cuando hay varios.
2. ^ De hecho el Glosario de términos para la normalización de los nombres geográficos (PDF) de la ONU ni siquiera considera estos conceptos.
3. ^ En la preferencia por Holanda tal vez influyera que Países Bajos es el nombre de la región histórica que comprende también Bélgica y Luxemburgo. En inglés el país es The Netherlands y la región es Low Countries.
4. ^ Por entonces, el Atlas Aguilar decía: «Hoy día es ya norma internacional, particularmente en las grandes obras cartográficas, el respeto absoluto a las formas nacionales en toda la nomenclatura geográfica». Exceptúa los nombres históricamente castellanizados.
5. ^ Curiosamente, sí se ha aceptado el cambio de Rusia Blanca a Bielorrusia de esos años, a pesar de que no cambió oficialmente de nombre.
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